Sunday, November 16, 2008

“La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas” - Reseña

Derrida, Jacques. “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”. La escritura y la diferencia; tr. Patricia Peñalver. Barcelona: Editorial Anthropos, 1989. 383-401.


Derrida comienza este texto dando cuenta del acaecimiento de lo que denomina un “’acontecimiento” en el concepto de estructura, marcado externamente según él por una ruptura y un desdoblamiento. El concepto central del movimiento estructuralista sería tan antiguo como la propia episteme, viéndose obligado a precisar que esta estructura o “la estructuralidad de la estructura, aunque siempre haya estado funcionando, se ha encontrado siempre neutralizada, reducida: mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo” (383). No podemos menos que leer en esta afirmación derridiana, una puesta en cuestión de las complicidades de la experiencia estructuralista con la historia de la metafísica, a la vez que mea culpa entonada en un momento de desplazamiento de su propia escritura crítica.

La utilización del juego, concepto de raigambre antropológica, le permite dar cuenta de una organización de la estructura constituida por un centro que: “…en cuanto centro, es el punto donde ya no es posible la sustitución de los contenidos, de los elementos, de los términos” (384). Sin embargo, señala la paradoja de que ese centro que rige la estructura, se ausenta de su estructuralidad, es decir, es interno y externo a un tiempo en cuanto a ella. Es precisamente en la determinación de este centro, que “…recibe indiferentemente los nombres de origen o de fin, de arkhé o de telos, [que] las repeticiones, las sustituciones, las transformaciones, las permutaciones quedan siempre cogidas en una historia de sentido –es decir, una historia sin más-cuyo origen siempre puede despertarse, o anticipar su fin, en la forma de la presencia” (384). Y es aquí donde Derrida identifica la complicidad epistemológica subyacente en la relación entre el estructuralismo y la metafísica occidental a la que este había creído escapar.

La historia del concepto de estructura nos enfrentaría entonces a una cadena de sustituciones de unos centros por otros, cuya matriz sería: “…la determinación del ser como presencia en todos los sentidos de esa palabra. Se podría mostrar que todos los nombres del fundamento, del principio o de centro han designado siempre lo invariante de una presencia (eidos, arché, telos, energeia, ousía [esencia, existencia, sustancia, sujeto], aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc.” (385). En este sentido el acontecimiento enunciado al principio del texto estaría vinculado con una nueva perspectiva en que “…se ha tenido que empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente presente, que el centro no tenía lugar natural, que no era un lugar fijo sino una función, una especie de no-lugar en el que se representaban sustituciones de signos hasta el infinito” (385). La pérdida de centro de la estructura conduciría a la predominancia del discurso como “…sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias” (385).

Pero Derrida no pretende atribuirse de forma explícita la autoría del descentramiento de la estructuralidad de la estructura y se remite a unos ilustres antecedentes: Nietzsche en su crítica de la metafísica, Freud enfrentado a la presencia y Heidegger contra la metafísica, la onto-teología y la determinación del ser como presencia. Aunque al acudir a ellos se vea obligado a constatar que también se encuentran atrapados en el círculo de lo que denomina la “relación entre la historia de la metafísica y la destrucción de la historia de la metafísica” (386). De allí su planteamiento de que es imposible hacer tabla raza de la epistemología metafísica, haciéndose necesario cohabitar con sus conceptos de manera metodológica, argumento que ejemplifica, como tributo, con la obra del antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss.

Estas condiciones de producción del discurso obligarían a realizar la crítica de los conceptos al mismo tiempo que hacemos uso de ellos, como un mal necesario, dando cuenta entonces de la complicidad de los conceptos heredados con la historia de la metafísica: “…el lenguaje lleva en sí mismo la necesidad de su propia crítica” (390). En este camino Derrida identifica dos posibles vías: el cuestionamiento de la historia de los conceptos –en una perspectiva similar a la Nietzsche- o la opción de Lévi-Strauss, “…dentro del orden del descubrimiento empírico, en conservar, denunciando aquí y allá sus límites, todos esos viejos conceptos: como instrumentos que pueden servir todavía” (390).

En lo que sigue del texto, Derrida se ocupa en profundidad de algunos aspectos centrales de la “ciencia estructural de los mitos” propuesta por Lévi-Strauss, lo que le implica de manera quizás tangencial recurrir a las nociones que ha establecido en su texto y que hemos reseñado hasta aquí. De esto se desprenden algunas conclusiones generales de las que quisiéramos destacar que “…no se puede describir la propiedad de la organización estructural a no ser dejando de tener en cuenta, en el momento mismo de esa descripción, sus condiciones pasadas: omitiendo plantear el problema del paso de una estructura a otra, poniendo entre paréntesis la historia” (399). Esta puesta entre paréntesis de la historia, como marca ineludible de la propia historia de la metafísica le permite afirmar, entre nostálgico y esperanzado que:

Hay, pues, dos interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego. Una pretende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al juego y al origen del signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que no está ya vuelta hacia el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá del hombre y del humanismo, dado que el nombre del hombre es el nombre de ese ser que, a través de la historia de la metafísica o de la onto-teología, es decir, del conjunto de su historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego (400-401)

Kevin Sedeño Guillén
Universidad Nacional de Colombia

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